Cuento infantil: Dos abuelas y un tinglado de pescado

Cuento infantil: Dos abuelas y un tinglado de pescado

Tener abuela es una bendición tan grande como queramos imaginar, las abuelas nos miman, nos cuidan y nos protegen; así que tener dos abuelas es una doble bendición, bueno… según qué casos.
Maria y Diego tenían dos abuelas, que además eran amigas desde siempre, así que se conocían y querían como si fueran hermanas. Todo el mundo decía que eran iguales, aunque a decir verdad no se parecían en nada.
Para que os hagáis una idea a la abuela Tomasa le gustaba llevar pendientes y zapatos con hebillas, a la abuela Carmen no le gustaba llevar pendientes y odiaba los zapatos con hebillas. Estas diferencias que a simple vista os parecerán muy simples, nunca afectaron a su amistad, ni cuando eran niñas, ni cuando eran jóvenes, pero cuando fueron abuelas fue otro cantar.

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La abuela Tomasa era una defensora acérrima de comer pescado mínimo tres veces en semana, pero para la abuela Carmen esta norma era salvable según qué casos.
Un verano Maria y Diego se fueron unos días de vacaciones con sus dos abuelas a la playa, y aunque se lo pasaron realmente bien, hubo un tinglado de pescado que no me queda más remedio que contaros.
Los cuatro se bajaron un martes por la tarde de aquel tren, con apenas dos maletas tipo carrito y muchas ganas de playa. Así que sus abuelas buscaron un taxi que les llevase desde la estación al bungaló que habían alquilado, para pasar aquella semana todos juntos.
Maria y Diego pegaban sus cabezas al cristal de la ventanilla del taxi para no perderse nada de todo aquello, cruzaron el paseo marítimo, y en una bocacalle muy cerquita del mar, el taxista aparcó para que se bajaran, pues habían llegado a la dirección correcta.
Sus abuelas pagaron al taxista, tiraron de las maletas hasta la puerta, entraron… se repartieron las habitaciones y se acomodaron.
Aquella noche salieron a cenar, pizza… refrescos y helados en un chiringuito al lado del mar. Se lo estaban pasando de rechupete, aquellas vacaciones comenzaban de maravilla para todos.
Por la mañana pudieron escoger para desayunar entre el bizcocho de la abuela Tomasa y las rosquillas de la abuela Carmen, y… ¿para qué escoger? Si uno puede comer un poco de todo cuando se tiene tanto apetito. Y es que el mar da mucha hambre.
Mientras ellos desayunaban sus abuelas hicieron una lista con las cosas que debían comprar. Para no tirarse toda la mañana de compras, a la abuela Tomasa se le ocurrió la idea de dividir aquella lista, e ir en dos grupos a completarla.
La abuela Tomasa se fue con Diego, y la abuela Carmen se fue con Maria a completar la otra mitad de la lista. Todo iba muy bien hasta que la abuela Tomasa se acordó de que no habían apuntado comprar pescado. Y ni corta ni perezosa compró unas sardinas fresquísimas en la lonja del puerto.
Cuando llegaron a casa colocaron la compra, incluso las sardinas, que se quedaron en un plato para hacerlas a medio día. Luego se pusieron los bañadores, cogieron la sombrilla, las toallas, los flotadores y se fueron a dar un buen chapuzón en el mar antes de comer.
Estando en la playa a la abuela Carmen le entró indisposición, y le pidió a la abuela Tomasa que se quedase con los niños mientras se acercaba un momentito a casa.
La verdad es que apenas tardó un en ir y venir. Cuando llegó la hora de ir a comer recogieron y… regresaron.
Se dieron una duchita rápida para quitarse la sal, y cuando la abuela Tomasa fue a la cocina para hacer las sardinas, vio que el plato donde dejó las sardinas estaba vacío. Pensó que no las había puesto en él, pues resplandecía como si allí no hubiese habido pescado alguno. Miró en la nevera, pero no encontró nada, así que decidió preguntar a la abuela Carmen.
-¡Carmen….! ¿Dónde has dejado las sardinas?
-¿Qué sardinas?
-¡Las sardinas que he comprado esta mañana para comer hoy!
-En la lista no pusimos sardinas ¿estas segura que has comprado pescado?
Y aquí… justo aquí comenzó el tinglado de pescado, la abuela Tomasa se pensó que la abuela Carmen por agradar a sus nietos se había desecho de las fresquísimas sardinas, que había comprado en la lonja del puerto por la mañana.
Malhumorada y decepcionada se comió los espaguetis con tomate y chorizo que preparó la abuela Carmen. Y medio enfadada pasó el resto de la jornada.
Al día siguiente compró boquerones, y le hizo saber a su amiga que los dejaba en el plato para freírlos a medio día, y que cuando volviesen de la playa los quería ver allí.
Se fueron todos a la playa y volvieron todos juntos de la misma, pero cuando llegaron en el plato no había ningún boquerón, y este relucía como si allí no hubiesen dejado comida alguna.
Tomasa se dio cuenta que Carmen no se había apartado de su lado en toda la mañana, y que ella fue la última en salir de casa para ir a la playa, así que la abuela Carmen no había podido esconder los boquerones pero… ¿dónde se iba el pescado?
Lo que en un principio iba a ser una semana tranquila de vacaciones, se convirtió en una investigación en toda regla.
Harta Tomasa de que desapareciera la comida que compraba, desistió de aquella proeza, pero la abuela Carmen estaba muy preocupada, las cosas no desaparecen porque sí.
Así que urdió un plan de jueves al que no le faltó detalle. Primero irían a comprar pescado a la lonja los cuatro juntos, luego volverían, y harían como si se fueran todos juntos a la playa, pero eso solo sería un simulacro, la abuela Tomasa se quedaría vigilando la puerta desde la acera de enfrente.
Y los demás se repartirían por los visillos de las ventanas para vigilar, y detener al ladrón de pescado. Porque una cosa si tenían clara las abuelas, y esta no era otra que fuese quien fuese se llevaba el pescado fresco del plato. Tenían que atrapar al ladrón de pescado si… o ¡sí!
Llevaron a cabo el plan al pie de la letra, y cuando más calor hacía, cuando menos se lo esperaban, tras espiar por los visillos más de dos horas, y vigilar la entrada del bungaló… tres gatos pardos, saltaron de la acera a la ventana colándose en la cocina.
La abuela Tomasa gritó llamando a la abuela Carmen, la abuela Carmen cogió la escoba y gritó llamando a la abuela Tomasa, los gatos corrían por la encimera con los pescados entre sus bocas, no los soltaban por más que lo asustaban. Fijaros como fue la cosa que no dejaron ni un solo pez sobre el plato, y para rematar la faena cuando las abuelas creyeron que no quedaba ninguno, que el susto ya había pasado, un cuarto gato más pequeño de color canela entró por la misma ventana y lamió el plato dejándolo como un espejo.
Tras aquello las dos se rieron de aquel tinglado de pescado, y decidieron llevar a comer a sus nietos al puerto, allí sirven unas freidurías de pescadito dignas de mención, y sin tanto sofocón como se estaban llevando.
Y esta es la historia del tinglado de pescado, así que… ya sabéis si vais a la playa no dejéis el pescado en platos al lado de las ventanas.

Estrella Montenegro

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