Cuento infantil: Yo no me pongo los zapatos
Había llegado la primavera apenas hacia unos días, el calor se había asomado por la ventana desde el martes a eso de las once de la mañana. Arturo quería quitarse los zapatos desde entonces, porque si había una cosa que le gustase era la de andar descalzo.
Pero ni el martes, ni el miércoles se los quitó, quiso aguantar todo lo que pudo, primero porque no veía que nadie tuviese los pies descalzos, y luego porque sabía que si se quitaba los zapatos y andaba descalzo por la casa, su madre le regañaría de todas… todas, y finalmente porque su madre también le había advertido que se pondría malo si lo hacía, y si enfermaba no podría asistir a la excursión que con tanto entusiasmo todos estaban esperando para el lunes.
Sin embargo el jueves estando en clase ya no podía con ellos, sus pies se recocían como en un microondas, sentía como los calcetines le apretaban la piel, aquel calor le subía por los tobillos de tal manera, que las piernas le hormigueaban, y sentía la necesidad de ponerse a correr para liberarse de tanta quemazón.
Pero estaba en clase de matemáticas y no podía ponerse a correr, tenía que concentrarse y terminar aquellas series de números pares e impares. Pero… ¿quién se puede concentrar en los números teniendo quemazón en los pies? Al menos Arturo era incapaz de hacerlo, por eso siguió su instinto y se descalzó.
Al principio simplemente dejó salir la mitad de los pies de aquellos zapatos invernales, los despegó usando los talones como palanca, lo hizo con mucha cautela, dejó simplemente los dedos dentro, no fuese que le fueran a descubrir.
Se sintió aliviado casi al instante, e incluso pudo concluir la serie de números que tenía que entregar a su profesora “sita Margarita”.
Aquel alivio fue casi inmediato, pero al rato volvió a sentir lo mismo, la mitad del pie que aun permanecía en el interior de sus zapatos, pedía auxilio sin gritar pero a gritos.
Pensó… “Si saco los pies y los pongo encima de los zapatos no se notara, y si por cualquier motivo tengo que moverme del pupitre, me los podré poner muy rápido, porque los tengo bajo mis pies” y así lo hizo saco por completo los pies de los zapatos, y los puso sobre ellos para no perderlos.
Cuando el reloj de la clase marcó las doce de al medio día, “sita Margarita” abrió las ventanas para que entrase aire, los niños y el calor no se llevan muy bien si se juntan muchos y de repente en un lugar cerrado y pequeño.
Así pasó que Arturo no pudo controlarse más y se quitó también los calcetines aquellos de lana, con los que su madre pensando que haría más frio le vistió por la mañana.
Ya tenía los pies descalzos, sin apenas resistirse los planto sobre el suelo de terrazo… ¡que fresquito, que gustito! Pensaba, mientras mucho más contento seguía resolviendo aquellos ejercicios de lengua.
El viernes hizo exactamente lo mismo, se descalzo primero a pocos para luego terminar con los pies sobre el suelo frio de clase. Solo se volvió a calzar para regresar a casa.
Y cuando volvió, nada más entrar por la puerta hizo la misma operación, se despojó de toda la ropa que le sobraba, pero sobre todo de aquellos zapatos opresores, y de los calcetines asesinos.
Anduvo así por toda la casa, hasta que las plantas de los pies tomaron el color que toman cuando uno anda el tiempo suficiente descalzo.
Su madre no paró de regañarle… ¡Cálzate que te vas a poner malo! Le decía cada dos por tres, y cada dos por tres Arturo respondía… ¡yo no me pongo los zapatos!
¡Cálzate! Le dijo su madre el sábado por la mañana, y él volvió a contestarle… ¡Yo no me pongo los zapatos!
¡Cálzate… cálzate… cálzate…! Se oía en todos los lados, y todo el tiempo en aquella casa, pero también se escuchaba… ¡Yo no me pongo los zapatos… yo no me pongo los zapatos… y no me calzo… y no y no!
Y así sucedió hasta el domingo por la tarde, cuando a Arturo le comenzó a doler la cabeza, cuando sin saber porque comenzó a tiritar, y cuando sin saber también porque comenzó a estornudar.
Sin lugar a dudas Arturo había pillado un resfriado enorme por no hacer caso a su madre, y por culpa de no hacer caso a su madre, tampoco podría ir el lunes de excursión con sus compañeros de clase al zoológico.
Con el buen tiempo que estaba haciendo y con lo bien que se lo iban a pasar todos mirando a los monos. Él tendría que permanecer en la cama con fiebre y tiritera por no hacer caso a su madre, pero sobre todo por no ponerse los zapatos y andar descalzo.
Cuento infantil por Estrella Montenegro