El elogio es la mejor herramienta educativa. Hablamos de elogios oportunos, adecuados, a tiempo, bien dosificados y administrados… Pero, además, sinceros, es decir, “sentidos” por quien los dice.
Los comportamientos que reciben atención, que encuentran un eco, tienden a aumentar, mientras que los que se encuentran con el vacío y el silencio como respuesta tienden a desaparecer.
Cuando elogiamos a nuestros hijos no solo les ayudamos a sentirse mejor y a desarrollar su autoestima, sino que estamos desarrollando sus cualidades y sus aspectos positivos.
Pero, ¿no ocurrirá que los elogios conviertan a los niños en pequeños monstruos vanidosos? La respuesta es que no, siempre que se apliquen con oportunidad y medida, dentro de un estilo educativo equilibrado, en el que también estén presentes las normas, los límites, la consideración y el respeto a los demás. Una autoestima sólida, no “inflada”, basada en la aceptación de sí mismo es más bien una vacuna contra la soberbia.
Pero cuidado. Lo que da valor al elogio es el amor y la buena intención. No se trata de manipular al niño haciéndole la pelota. Si con el elogio tratamos de insuflarle unas aspiraciones que le rebasan o unas exigencias desproporcionadas, estaremos precisamente atentando contra una sana autoestima. O si es una fría estrategia manipuladora, entonces el elogio es una especie de veneno despersonalizador.
Para que un elogio sea eficaz debe:
- Ser sincero y espontáneo (no artificioso ni utilizado para manipular y chantajear).
- Su intensidad y forma han de ser acordes con el logro o el buen comportamiento que elogiamos (es decir, no superficial ni exagerado).
- Describir el comportamiento que se elogia, porque eso multiplica su eficacia: “Qué agradable has sido toda la tarde con tu hermano, jugando con él”, en lugar de simplemente “qué bien te has portado”.
- Dosificar: ni demasiados ni demasiado pocos.
Regañar para educar
Las regañinas deben tener una intención educativa, no ser un mero desahogo irracional de los padres.
Es mejor regañar a tiempo. Nada de aguantar diez travesuras y a la undécima hacer pagar todas juntas con un enfado desproporcionado.
No descalificar globalmente. Podemos decir: “No quites los cromos a tu hermano” o “tienes que fijarte en el bordillo”; pero no: “Eres malo”, “eres un patoso”, “un vago” o “tonto”. Esas etiquetas no le dan pistas al niño sobre lo que debe cambiar y, lo que es más peligroso, se incorporan al concepto que se está formando de sí mismo, con lo que acabará portándose de acuerdo con ellas.
Es mejor no gritar. Los padres que no se alteran son los que mejor hacen valer su autoridad.
Prohibido comparar. Nada de “aprende de tu hermano “. Un niño mostrará mejor disposición si le estimulamos a superarse. Las comparaciones crean resentimientos, disminuyen la autoestima y rara vez conducen a una mejora real.
No amenazar en vano. Al decir “si no haces lo que te digo no sales en tres meses”, la amenaza es tan poco realista, que no es creíble. Si alguna vez se usa una amenaza de un castigo debe ser realista y, además, debe cumplirse: “Si vuelves a jugar con el balón dentro de casa te lo quito para toda la tarde”.
No desautorizarse entre padre y madre. Alguna vez mamá puede levantar un castigo que impuso papá y este hacer “la vista gorda”. Esto no es ninguna catástrofe. Pero si la autoridad no está definida ni las normas claras, el niño puede incluso aprender a maniobrar para enfrentar a sus padres, se rebelará con frecuencia y no desarrollará como hábitos el respeto y la obediencia.
No entrar en discusiones interminables. Cuando se corrige hay que dar una explicación, pero eso no significa entrar en una porfía sin fin. Tras el razonamiento, es mejor mostrarse firme.
Por: Luciano Montero. Doctor en psicología. Autor del libro «La aventura de crecer»
Fuente: www.serpadres.es